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Notes from Outside
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/Número 22

¿Delirios de grandeza? Una principiante en el Tour de Flandes

Every Body Outdoors

/Tiempo de lectura: 5 minutos

Hay eventos deportivos que parecen pensados para otras personas. Personas en mejor forma, con el equipamiento adecuado y con más experiencia. O eso dice la teoría. Sin embargo, hay ocasiones en que vale la pena poner a prueba esa hipótesis. Si no, que se lo pregunten a Steph Wetherell, que, contra todo pronóstico, se plantó en la línea de salida de una famosa carrera ciclista. Y lo hizo con unas zapatillas de deporte de lo más normal, una vieja bicicleta de cicloturismo, tres meses de preparación y la esperanza de que podría llegar a la meta. ¿Bastaron unos meses de entrenamiento y un poco de confianza en sí misma para completar el desafío? Sigue leyendo para averiguarlo.

Catherine

Redactora jefa de “Notes from Outside”

Estoy hecha un manojo de nervios. El Tour de Flandes está a punto de empezar y la emoción que siento por la carrera se ve distorsionada por una molesta voz interior: "Pero ¿tú qué haces aquí?".

Rodeada de miles de ciclistas en buena forma con los últimos modelos de bicicleta de carretera, mi talla 48 y mi anciana bici de cicloturismo parecen estar fuera de contexto. Por lo que me contó un amigo sobre la carrera (música electrónica europea a todo volumen y gofres holandeses para reponer fuerzas en los pequeños pueblos por donde pasa la ruta), esperaba ver más ciclistas amateur como yo. Esto, sumado a las famosas rampas rompepiernas y a la oportunidad de seguir los pasos de ciclistas icónicos como Eddy Merckx y Marianne Vos, me animó a apuntarme. Aunque los participantes no son exactamente lo que me esperaba, trato de centrarme en mi objetivo: completar la ruta pasándomelo en grande.

Mi pareja y yo nos unimos al pelotón para cruzar el arco hinchable de la salida y pronto me doy cuenta de que pedalear en grupo no es nada fácil. Tardo un poco en acostumbrarme a la proximidad con otros ciclistas, que están por todas partes, y a los gestos con la mano que se hacen necesarios para comunicarnos. Cuando dejamos atrás Oudenaarde y nos adentramos en los verdes paisajes circundantes, comienzo a relajarme, pero la alegría me dura poco. Enseguida llega la primera subida: Wolvenberg.

Animada por el pelotón, me sorprendo a mí misma completando el ascenso sin demasiado esfuerzo (y con una enorme sonrisa en la cara). Apenas nos da tiempo a recuperarnos antes de entrar en Kerkgate, el primero de los tramos conocidos como "pavés". Tras 1,4 kilómetros de adoquines moderados, llega una versión bastante más brutal: Holloweg. Al finalizar esta sección, me arden los brazos, siento un hormigueo en los dedos y tengo el trasero un poco dolorido, pero voy sonriendo de oreja a oreja. Todavía no les he cogido manía a los adoquines.

Casi sin darnos cuenta, llega la primera parada y, con ella, los esperados gofres, que no decepcionan. Justo después, nos espera uno de los grandes retos del día: la famosa subida Koppenberg. Al principio me las arreglo sin problemas, pero a medida que la pendiente se aproxima a su máximo del 22 %, la cosa se complica y pronto me sumo al numeroso grupo de ciclistas que ha optado por empujar la bici hacia lo alto de la estrecha carretera. A muchos de ellos les cuesta trabajo subir por el empedrado enlodado con las calas, lo que me hace pensar que, después de todo, mis zapatillas de deporte tienen sus ventajas.

El siguiente tramo es Mariaborrestraat: 2 kilómetros de pendiente suave adoquinada que empiezan a pasarme factura en los brazos debido al constante traqueteo. A mitad de cuesta, me detengo un momento para estirar las manos antes de hacer frente a una serie de rampas cortas y empinadas que se suceden sin cesar. Me veo atrapada en una suerte de bucle que consiste en pedalear todo lo que puedo hasta apurar las marchas y echar pie a tierra cuando empiezo a notar que me arden las piernas. Cada vez que salto de la bici, tengo que hacer grandes esfuerzos para ahogar el sentimiento de decepción. Trato de centrarme en mi objetivo de llegar al final y encuentro motivación en la gente que, como yo, empuja la bici pendiente arriba.

Estas subidas encadenadas nos recompensan con un descenso de varios kilómetros y mis piernas gozan de un merecido descanso mientras bajo sin dar ni una sola pedalada. Paramos para comer algo de nuevo y me percato de que ya hemos recorrido más de la mitad de la ruta; solo nos quedan unos cuantos ascensos. Cada bocado de gofre que me meto en la boca parece alimentar mis probabilidades de llegar a la meta.

La siguiente rampa me obliga de nuevo a empujar la bicicleta, pero la segunda —Karnemelkbeekstraat— no puede conmigo y logro llegar hasta arriba, alentada por los gritos de un grupo de espectadores disfrazados: "Allez, allez". En las proximidades del tramo de 2,5 kilómetros del Oude Kwaremont, los espectadores llegan en tropa en busca de los mejores sitios desde donde ver la carrera oficial del Tour de Flandes al día siguiente. Aún en una nube por mi éxito en la pendiente anterior, y sabiendo que la meta está cerca, lo doy todo al empezar la siguiente subida. Pedaleo hasta la parte más empinada, pero la mezcla de barro y adoquines, sumada al grado de la pendiente, me obliga a descabalgar e ir a pie varios cientos de metros. En cuanto puedo, me vuelvo a subir a mi rocín, animada por el público a ambos lados de la carretera. Mis piernas palpitan de cansancio, pero el corazón me rebosa de alegría con cada pedalada que doy hacia lo alto del cerro.

Si no fuera por el mítico paso Paterberg que aún me separa de la sección llana que conduce a la meta, ya casi podría saborear el triunfo. Tardo muy poco en aceptar que este tramo es demasiado para mis piernas fatigadas. Me bajo de la bici y observo lo que acaba siendo una auténtica escabechina. Algunos ciclistas no aciertan a cambiar de marcha a tiempo y se quedan paralizados a mitad de pendiente; otros pierden el equilibrio y, sin tiempo para sacar las calas de los pedales, se caen al barro de lado. Cada vez hay más gente empujando la bici, lo que dificulta el acceso a quienes aún no han tirado la toalla, que piden paso a pleno pulmón y en distintos idiomas.

Los últimos 15 kilómetros pasan volando por carreteras llanas y, casi sin darnos cuenta, divisamos la línea de meta. Con desgana y medio en broma, mi pareja y yo intentamos esprintar hasta allí (como te puedes imaginar, no gano yo). Me invaden un montón de emociones al reparar en que, a pesar de los meses de entrenamiento y de toda la preparación, no estaba en absoluto segura de que lo fuera a lograr. Pero lo he hecho. Y además lo he disfrutado y no he perdido la sonrisa en ningún momento. Con la medalla de finisher en una mano y una cerveza fría en la otra, los nervios del principio son ya un recuerdo difuso. Al final, resulta que estos eventos deportivos sí son para mí, incluidas mis zapatillas, mi bici de diez años y mi talla 48.

Texto y fotos de Steph Wetherell

Steph Wetherell es la cofundadora de Every Body Outdoors, un grupo con sede en el Reino Unido que defiende una mayor representación de las personas con tallas grandes en el mundo de las actividades al aire libre. Organizan encuentros y cursos para aprender técnicas y colaboran con la industria outdoor para aumentar la visibilidad de este colectivo y la disponibilidad de ropa de su talla.

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