Al embarcarte en un proyecto que significa muchísimo para ti, no cabe duda de que tienes motivación de sobra cuando las cosas no salen como esperabas. Pero, al planificar una aventura tan significativa, es inevitable que se creen unas expectativas enormes. Laurent lo descubrió cuando decidió seguir los pasos de su familia cuando esta huyó de España en la década de 1920, durante la dictadura de Primo de Rivera. Cuando se cumplió el centenario de aquel viaje, quiso rendir tributo al coraje de sus antepasados recorriendo en cuatro días la misma ruta por la que escaparon: de Ayerbe (Huesca) a Lourdes (Francia). Bautizó el proyecto “La Esperanza”. Por suerte, ha plasmado la experiencia en un relato que nos permite compartir este viaje tan especial con él. Espero que lo disfrutes.
Catherine
Redactora jefa de “Notes from Outside”
De pequeño, escuché mil veces la historia de cómo mis antepasados huyeron de España en busca de una vida mejor. Cuando murieron mis abuelos, me di cuenta de que nunca había prestado suficiente atención a aquel relato y, en ese momento, me prometí que un día iría desde Ayerbe, el pueblo donde se criaron, hasta Lourdes —en Francia—, donde echaron raíces.
Lo fui dejando y dejando, pero en 2023 se cumplía el centenario, y eso me hizo ponerme las pilas y embarcarme en el proyecto. Fascinado por el poder icónico de los lugares, planeé pasar por puntos significativos de su viaje, y también de mis recuerdos. Como era algo muy personal y sentía que necesitaba tener mi espacio, decidí hacerlo yo solo y, de paso, añadir un desafío más a la experiencia.
Lo que no tenía claro era si lo haría corriendo o caminando rápido. De hecho, tras meses planificando, el día antes de salir seguía sin estar seguro de cómo lo haría (y tampoco sabía bien en qué me estaba metiendo...).
La preocupación de mis padres no hacía sino acentuar la incertidumbre, pero mi pareja, Laura, que es mucho más sabia que yo, me hizo ver que nadie había reflexionado tanto sobre ese viaje como yo. Toda aventura que se precie empieza con una fase de miedo en la que todo parece caótico, pero esa sensación se disipa en cuanto se empiezan a atar los distintos cabos. No podía esperar que otras personas no vieran el peligro que yo mismo había visto en las primeras etapas de la planificación. Pero, dejando de lado los planes y las preocupaciones, llega un punto en que lo único que queda por hacer es dar el primer paso.
Todo empezó en Ayerbe, donde el tiempo parecía haberse detenido. Estar allí reavivó muchos recuerdos: el campo de fútbol, los muros de la estación de tren con las marcas de balas de la Guerra Civil y la emblemática panadería de César Ascaso, famosa por sus tortas de anís. Todo me recordaba con nostalgia a mis visitas anteriores.
Aunque era agosto, el aire de la mañana era fresco, incluso frío. Pero el deseo de visitar lugares conocidos generaba el calor necesario para seguir corriendo.
Los Mallos de Riglos, donde había hecho caminatas con mi familia en otros viajes, no habían perdido su magia. Los eternos barrancos rojizos y los buitres que los sobrevuelan se asemejan enormemente a los paisajes del suroeste de Estados Unidos. Lamentablemente, esa sensación de vacío del desierto coincidía con lo que veía en los pueblos por los que pasaba: Aragón es precioso, pero da la impresión de estar deshabitado. No obstante, siempre encontré panaderías donde avituallarme.
Bajar el ritmo en los tramos de terreno más técnicos me permitía entablar conversaciones con otras personas e intercambiar historias. En Santa Cruz de la Serós, mi acogedor nido para aquella primera noche, una mujer delante de un restaurante me vio llegar cojeando: “Ven aquí, guapo, que te doy un poco de hielo”. Pensé en quedarme a tomar una cerveza, pero rápidamente puso los cubiertos en una de las mesas y no tuve más remedio que quedarme a cenar mientras charlaba con ella.
Sé que mi familia estuvo en Jaca una temporada, ayudando a unos primos que tenían un negocio de sandalias. Desde allí, se marcharon a Canfranc, un pueblo en la frontera francoespañola donde ayudaron a construir el histórico túnel ferroviario.
En Jaca, mi siguiente destino, pararía en el cementerio a rellenar los bidones. Los camposantos suelen ser buenos sitios donde encontrar un grifo de agua potable. De paso, echaría un vistazo a ver si encontraba alguna pista de mi familia. Comencé leyendo algunas lápidas y encontré una docena con mi apellido. No tenía ni idea de quiénes eran aquellas personas, pero teniendo en cuenta lo poco común que es mi apellido, este hallazgo me hizo sentir una profunda conexión, como si los ecos del pasado estuvieran tratando de llegar a mí. ¿Habría conocido esa gente a mis bisabuelos? La presencia tangible de lazos familiares y las líneas borrosas entre el ayer y el hoy me dejaron un poco aturdido.
Con una buena dosis de intriga en el cuerpo, emprendí la ruta hacia Canfranc con la satisfacción de haberme topado con posibles retazos de mi pasado.
La vieja estación de tren de Canfranc, abandonada durante 50 años, había sido renovada y convertida en un hotel de lujo que atraía a una multitud de lo más refinada. Me di el capricho de quedarme allí una noche con la esperanza de que los baños fríos me ayudaran con las molestias en la rodilla. Llegar con mi ropa sudada de running y sin equipaje me hizo sentir fuera de lugar. Y cuando el botones se ofreció a llevarme el chaleco de hidratación a la habitación, decliné el gesto con amabilidad y ambos nos reímos por lo ridículo de la situación.
Antes de registrarme, me detuve a sacar una foto delante del viejo túnel ferroviario, construido con ayuda de mi familia.
Pedro, un antiguo compañero de running que ahora vive en la zona y trabaja como médico y en un equipo de rescate de montaña, se apuntó a correr conmigo unas horas el tercer día. Espera, ¿médico? ¡Qué coincidencia! Enseguida me examinó la rodilla y me dejó más tranquilo: era una tendinitis de manual, pero no me impediría completar el resto del recorrido. Según parece, vivir en los Países Bajos y correr en pista todo el tiempo no cuenta como preparación para la montaña rusa de cambios de desnivel incluidos en esta ruta.
Más tranquilo respecto a la rodilla, por fin pude disfrutar de los senderos en compañía y ponerme al día con un buen amigo que llevaba años sin ver. Paramos a comer algo mientras contemplábamos el espectáculo del amanecer con el Monte Perdido de fondo. O quizás debería decir “Mont Perdu”, pues ya estábamos en Francia.
Pedro tenía que trabajar ese día, así que se dio la vuelta. Nos abrazamos, prometimos no dejar pasar otros diez años antes de volver a vernos y seguimos cada uno por nuestro lado.
Con bastante más confianza en el estado de mi rodilla, bajé a toda pastilla por el valle hasta llegar a un río cuyo murmullo acompañó mi delicioso banquete: un bocadillo de tortilla de patatas casera. Al terminar, me esperaba el ascenso más prolongado y exigente de toda la aventura.
Y fue entonces cuando se produjo un giro de guion. Enseguida vi que los carteles para Gourette —donde iba a dormir aquella noche—, decían que quedaban seis horas. Me pareció demasiado. Pregunté a varias personas que venían en sentido contrario y confirmaron las malas noticias. Habían hecho esa parte de la ruta más temprano ese mismo día y sabían que la información de los letreros era correcta.
A medida que me acercaba al punto donde comenzaba el ascenso, iba siendo consciente de lo que tenía por delante: un sendero infernal de pedriza suelta. Eso se suele traducir en dos pasos hacia adelante y uno hacia atrás, un ejercicio que pondría a prueba mi paciencia y me frenaría enormemente. Otro problema era que tenía sed, pero no agua ni acceso a una fuente. Menos mal que había un río cerca y tenía pastillas potabilizadoras que había traído para emergencias como esta. Me quedé allí descansando una media hora antes de continuar.
Cada paso que daba parecían diez y cada curva cerrada era como un puñetazo en la boca del estómago, pues siempre desvelaba más kilómetros que recorrer. En resumen, tardé más de tres horas en completar un ascenso que pensé que me llevaría menos de una.
El toque de queda de la pensión que tenía reservada estaba cada vez más cerca y me estaba empezando a poner nervioso. Además, estaba deshidratado y febril. Fue una experiencia horrible. Quería darme prisa, pero el miedo a torcerme un tobillo o una rodilla me frenaba. Por primera vez en mi vida, me sorprendí sollozando por culpa del estrés y la fatiga.
Milagrosamente, llegué a la pensión en Gourette a tiempo. Bajé para cenar, pero, al poco tiempo, tuve que levantarme y subir corriendo las escaleras porque la comida no me sentó nada bien. Esta vez, no me hacía falta ningún médico; el diagnóstico era obvio: golpe de calor.
Me metí en la cama con la sensación que te invade de niño, cuando haces una travesura sin que te pillen, pero en el fondo sabes que no deberías haberlo hecho. Me culpé por ser tan ambicioso ese tercer día: me había pasado de la raya.
Envié mensajes a Laura, Pedro, algunos amigos y seres queridos, y recibí un aluvión de apoyo. Fue muy eficaz para levantarme el ánimo. Estaba a un día de Lourdes y lo que quedaba era casi todo cuesta abajo. Había organizado allí un encuentro con mi familia, así que sentí que ya se veía la luz al final del túnel.
Ese último día salí de la pensión un poco más tarde y me lo tomé con calma. El ascenso del día anterior me había llevado a rincones de mi mente donde preferiría no volver nunca. Mientras corría, intentaba acordarme de todo lo que había pasado en los tres últimos días. Con la meta a la vista, comencé a arrepentirme de no haber tenido más tiempo para asimilar los recuerdos o quedarme más tiempo en algunos de los lugares más especiales. Traté de disfrutar de lo que me quedaba de viaje.
Hice una última parada en un supermercado para comprar una bolsa de botellas de cola de golosina y un refresco de cola de verdad. Una comida bastante cuestionable, lo sé.
Cuando volví a ponerme en marcha, creí que no sería capaz de seguir corriendo, pero fue ver los primeros carteles de Lourdes y me crecieron alas. Tal como le había prometido, escribí a mi tío media hora antes de llegar, porque quería hacer una foto. Nada más girar para entrar en su calle, lo vi en la puerta de su casa. La misma donde habían vivido mis abuelos y donde él había nacido 85 años antes. La casa donde había vivido toda su vida. Nos pusimos a llorar, pero estas lágrimas no tenían nada que ver con las del día anterior.
Al poco de llegar, muy amablemente me invitó a ducharme. Después de cuatro días con la misma ropa, yo ya me había acostumbrado al olor, pero me imagino que para él no era nada agradable.
Más tarde llegaron mis primos e hicimos una videollamada con el resto de la familia desde la cocina, la misma que había sido testigo de décadas de historias familiares.
Mientras yo corría montaña arriba y montaña abajo, mi tío se había animado a sacar viejos álbumes de fotos del baúl de los recuerdos, álbumes que normalmente nunca quiere abrir “porque reabren heridas innecesarias”.
Tenía docenas de fotos que nos quería enseñar —de mi abuela, de mi abuelo, de los dos juntos—, y anécdotas que tenía ganas de compartir. De ella, de él, de los dos. Inspirar a mi tío, un hombre excéntrico y taciturno, a abrirse y contarnos aquellas historias supuso un logro casi tan grande como hacer la ruta corriendo. Incluso me preguntó por algunas secciones que él había recorrido a pie hacía décadas. Hoy en día, le falla la memoria de vez en cuando, pero de aquella aventura se acordaba perfectamente y murmuró que mis abuelos habrían estado inmensamente orgullosos de mí.
No estoy satisfecho de todas las decisiones que tomé durante el viaje, pero sí feliz de haber animado a mi tío a abrir ese cajón lleno de recuerdos familiares que, de no ser así, habrían desaparecido con él.
Cuando yo tenga hijos, estaré encantado de contárselo todo. Espero que algún día sean ellos quienes recorran su propia “ruta hacia la esperanza” y creen nuevos recuerdos para pasarlos de generación en generación.
Texto y fotos de Laurent Dieste
Laurent empezó a correr desde muy joven y pronto se interesó por otros deportes al aire libre. Aunque nació en Francia, vivió en Estados Unidos y trabajó de periodista deportivo durante una temporada. Ahora, vive en los Países Bajos y se dedica a gestionar las redes sociales de komoot. Le encanta el running, el bikepacking y mejorar sus dotes de diseñador.